ERNESTO INTERIANO

ERNESTO INTERIANO
ERNESTO INTERIANO 17/9/1917 - 16/12/1943

miércoles, 16 de diciembre de 2015





17/9/1917 - 16/12/1943

Por Carlos Consalvi
Escritor Salvadoreño





Ernesto Interiano



LOS MENDIGOS ME AMABAN   

—Después de cincuenta años, los muertos no tenemos la misma memoria que cuando estábamos vivos.  Los mendigos me amaban, los ciegos reconocían mi presencia por el taconeo de mis botas federicas de cuero chapín. Fui querido y odiado en aquella Santa Ana de los años treinta. Debo agregar que el gobierno del general Martínez me declaró enemigo público número uno. En fin, me llamo Ernesto Interiano...


—Debo presentarme, soy Ernesto Interiano. 
De mi, qué quiere que le diga. Los mendigos me aman, los ciegos reconocían mi presencia por el taconeo de mis botas federicas de cuero chapín. Fui querido y odiado en aquella Santa Ana de los años treinta. Debo agregar que el gobierno del general Martínez me declaró enemigo público número uno.


Esa voz modulada emergió de los resquicios de la habitación y la inundó con un desconocido aroma.  El rostro de la médium se fue transformando con cada esfuerzo de su boca al emitir esa voz masculina; la lluvia arreciaba sobre el techo de zinc originando una acústica misteriosa en cada palabra:

—Invocaron a mi espíritu, vine dispuesto, aquí estoy para platicar... pero no para hacer su trabajo. Sería muy sencillo para usted contar mi historia en mi propia voz; demasiado fácil.   ¿Va a escribir sobre mi? Está bien, pero no lo haré yo. Podría ayudarlo... pero no me pregunte cómo. Váyase, tome un buen trago y duerma. En sus sueños, sabrá lo que quiere saber sobre mi vida...   ¡Buena suerte!

Al terminar de pronunciar estas palabras, la médium se desplomó sobre la mesa redonda de las invocaciones y permaneció sumergida en un sueño profundo, la respiración entrecortada.


Me levanté sin hacer ruido, puse el billete en el vaso donde se coloca los diez colones. La acostumbrada contribución para las flores y las velas de los hermanos. Trate de caminar entre esa aglomeración de flores, cirios e imágenes religiosas, y salí de la humilde vivienda. Caminé un rato por esas calles de Cojutepeque mientras trataba de encontrarle sentido a lo que había sucedido. No terminaba de entender lo que acababa de presenciar.
En la plaza, el olor de los nuégados de yuca navegando en el  aceite hirviendo, me distrajo de mi tribulación, mientras manejaba de retorno a la ciudad. Anochecía, aparecieron las primeras luces de San Salvador. Al llegar a Soyapango encontré un tremendo congestionamiento: un bus había atropellado a una vendedora del mercado. Al pasar junto al cadáver, desvié la vista, pero no pude dejar de ver fugazmente la escena. Un charco de sangre en torno a una cesta con  verduras, revueltas entre un cabello largo y negro recortado sobre el asfalto. Las huellas del frenazo escoltaban el cuerpo.

La ciudad resplandecía luego del aguacero, el volcán parecía un animal prehistórico envuelto en brumas, y en las calles la gente caminaba empapada con cierto aire de fiesta.
A la medianoche, prisionero de una intensa inquietud, me serví un trago de ron -como me aconsejó la voz- y me acosté con la certeza de que esa madrugada soñaría con la historia que ya había comenzado a soñar. Muy temprano en la mañana, había comencé  a escribir sobre la vida de Ernesto Interiano:


 LOS MENDIGOS ME AMABAN



            Me atemorizaría ese eco sordo que golpea el silencio de la ciudad de Santa Ana si no supiera que lo produce el taconeo de mis propias botas sobre el pavimento.

            Barajeo los recuerdos y sensaciones de estos últimos días: la policía persiguiéndome por todas partes, la baraúnda de los balazos silbando por encima de mi sombrero; las noches de vigilia en Los Naranjos contemplando  las montañas con los cafetales en flor.
            Los periódicos hablan de mis andanzas, mi foto en primera página, y dan detalles de los enfrentamientos que he tenido con la policías. Huyendo durante días como lobo malquerido; cada noche en un  lugar distinto, de sobresalto en sobresalto. ¿En que irá a parar todo esto? Quizá el ingeniero Ricardo Aguilar tenga razón: debo irme unos días a Guatemala mientras se calma el alboroto. No me explico por qué en todo lo que hago hay una pizca de fatalidad; Clara Luz  dice que llevo por dentro un caballo desbocado que me impulsa a hacer las cosas como ordena el corazón. ¡Ay! cómo me molesta la herida de la pierna. Y esta sequedad en la garganta. ¡Qué no diera por un fresco de mango verde!
Desde la  esquina de el Casino observo las calles desiertas. No detecto ningún peligro. En el parque una pareja de chuchos aúllan y forcejean por separarse. Camino por la acera del Teatro Nacional, cruzo la calle hacia Catedral, que se asemeja a una labrada esfinge de talpetate envuelta en neblina. Me sobresalto cuando las campanas dan el toque de las tres con cuarenta y cinco. Continuo calle abajo. Sigilosamente mi sombra se desdibuja  entre la bruma y la moribunda luz de los faroles. Mamá  debe estar durmiendo, pero igual la voy a despertar. Se ha corrido tantos rumores sobre su salud. Imagino lo afligida que debe estar por todo este relajo. Con tantas mentiras y verdades que le deben de haber contado. No entraré por el portón principal, debo evitar que alguien me vea; saltaré el muro trasero. La luna apenas ilumina la calle; coloco un pié en el saliente, trepo de un solo impulso. Se me cae la bolsa con municiones. Sombras veloces se mueven a mis espaldas.

            Un estampido despierta y pone en vuelo las palomas de catedral. Una bala me ha descuajado la mano derecha. Es una emboscada. Otro disparo. Siento la sangre tibia recorrer mi espalda. Más detonaciones, me desplomo. Me arrastro sobre el andén, tengo las piernas destrozadas, saco la Colt 32, me revuelco en el pavimento, y evado una ráfaga. Envuelto en la polvazón que levantan los chipustazos, apunto y disparo contra uno de los hombres que me atacan.
Por un instante pierdo el sentido. Cuando lo recobro, estoy rodeado de policías, me apuntan con sus armas. El miedo me atenaza. No se por qué razón, pero viene a mi mente la estampa que tenía mi  abuelo Hilario en su cuarto: era la vida y la muerte danzando un tango.

Un gallo canta. De las casas vecinas se desprende un olor  a ropa ahumada.

            —¿Dónde están tus güevos Ernesto Interiano?  -me grita un policía pistola en mano.




            Descargan sus armas una y otra vez. Trato de arrastrarme, pero me abandonan las fuerzas. Pienso en mi madre. Quedo inmóvil tendido sobre un charco de humedad. Escalofríos me culebrean por las venas. En mi mano izquierda el dedo índice hace un movimiento.

            Un agente recarga su arma, de nuevo cierro los ojos, me dispara en medio de la frente. A través de esta última brecha comienzo a descifrar una luz que lentamente flota sobre la neblina, se me  aproxima hasta encandilarme totalmente, y siento un frío que quema.

            Me desprendo de mis huesos rotos, asciendo lentamente. La primera levedad me toma por sorpresa. Es agradable mover el cuerpo sin incertidumbre. Me contemplo tendido allá abajo, sangrando, muerto de frío. 

            Los vientos del cerro Santa Lucía recorren veloces los empedrados haciendo remolinos de hojas secas. Floto como pluma. Al oriente vislumbro el golfo, al norte las montañas, al sur adivino el mar entre la calina, y en mi interior descubro al niño triste que un día le mataron a su mascota.


            Recuerdo la tarde de aquel jueves cuando Satanás, mi pobre chucho, se arrastró hacia mí con las dos patas delanteras, aullando, envenenado por un bocado que le dieron los policías frente a mi casa.

            En esta madrugada, Santa Ana es sombra y cal, reverdecidos musgos tiñen sus tejas.  Floto y lloro en la soledad de los vientos que me arrastran hasta el cráter del volcán. Y comienzo a navegar sus cálidas entrañas,  sus ríos subterráneos de magma y luz.




¿QUIÉN POR NOSOTROS?


            En su habitación, doña Mila ha despertado con la última descarga de disparos:

            —¡Neto! ¡Dios mío, han matado a mi hijo! -exclama con la certeza que le arrebatan lo más querido.

            A medias se coloca el camisón, a tropezones baja la escalera, llega a la caballeriza, las voces nerviosas en la calle le confirman la tragedia. Llora  recostada tras  el portón que no quiere abrir porque se imagina la escena al otro lado del muro. Cierra los ojos con fuerza, se enfrenta a ese dolor del alma impregnado de loción de pólvora y al estruendo en el olfato producido por el agua de colonia que Ernesto siempre usó en cada cita importante.


            Del cercano cuartel llega el mayor Francisco Pimentel, Jefe de la Policía; lagañoso, ojos de lagarto, pelo hirsuto, máuser al hombro, chamarra de cuero, desabotonadas las polainas.

            En medio de la calle contempla el cuerpo inerte de Ernesto. Aún muerto, le teme. Un estremecimiento le descompone el ánimo.

Se aproxima al policía que agoniza tendido en el suelo.

            –¿Qué pasó Félix?  ¿Cómo te dejaste madrugar? 

            —Mi mayor, me jodió Interiano... el fue más rápido...  ¡Pero me lo pude apiar de un mameyazo! -susurra Félix González, campeón nacional de tiro olímpico contratado por el gobierno para la ocasión.

            La noticia se esparce de barrio en barrio. Santa Ana despierta de sopetón, se multiplican los candiles y los murmullos en los aposentos. Los agentes tratan de contener a los vecinos somnolientos que forcejean por ver de cerca la escena final.

            La sangre fresca se empoza en los agujeros producidos por las balas sobre el pavimento. Los menesterosos que dormían en los portales, al percatarse de quién se trata el que acaba de morir, conmocionados, en silencio, tratan de tocar su cuerpo. A toda costa desean guardar un recuerdo. Algunos hacen fila para llevarse aunque sea algunas gotas de sangre impregnadas en motas de algodón.

            La tendera de la esquina recoge con devoción algunos objetos esparcidos junto al cuerpo de Ernesto: un escapulario, una carta de amor y una foto con una dedicatoria: “Para vos que me diste amor, y nada más”. La guarda en el corpiño; de rodillas pronuncia una letanía indescifrable. Comienza a clarear, aumentan los curiosos.

            —¡Malhaya no haber tenido una hija soltera, pá haberla raciado con este corajudo! -grita Aristóbulo Galdámez, el barbero del barrio, y se aleja del enrojecido charco, renqueando sobre su pata de palo
            A las cinco y media de la mañana, luego de ser reconocido por el Juez de Paz, envuelto en una sábana trasladan el cuerpo al interior de la mansión, y lo depositan sobre la larga mesa de la despensa entre racimos de plátanos y sacos de café.
Acompañadas por el abogado Ángel Góchez Castro y el padre Rafael Paz, las mujeres de la casa lavan al difunto auxiliadas con mascones de hojas de chaparro y cántaros de agua salada.


Sólo de frente le cuentan dieciséis orificios de bala. Tan vaciado está el cuerpo, que deciden rellenarlo con pétalos de rosa fresca y viruta de cedro real. 

            –Parece un náufrago –comenta la tía Julia.

            Doña Mila le pide a su hermana Adela y a las vecinas, que la dejen sola. Le besa en la frente, delicadamente le abre un parpado y contempla por última vez sus pupilas. Con parsimonia de madre lo viste con el traje azul-negro de rayas blancas que recientemente le había regalado al cumplir veintiséis años.

            —¡Mi amor, cómo has crecido–! ¡Pobrecito, qué de madrugada y qué solito te fuiste a morir! -le cuchichea al oído mientras le abrocha los tirantes en los pantalones de casimir. Se enjuaga un lagrimón, con delicadeza le calza los calcetines de seda y los botines chapines.

            Extrae de la cómoda de roble el álbum familiar, lo ojea, esboza una sonrisa al contemplar las fotos de Ernestico cuando tenía tres años, disfrazado de niña como se acostumbraba en la época. En otras fotos de carnaval aparece de comalera, espadachín medieval, o de cupido, empuñando la flecha del amor, alas abiertas, carcaj con plumas de chompipe.
            Enjuga una lágrima, acaricia la agujereada camisa azul, un vahído la hace buscar apoyo en el piano de cola.

            —¡Neto de mi alma, mi ángel travieso! -se arrodilla frente al crucifijo -¡El Señor nos lo había prestado para nuestra dicha; ahora nos lo reclama, y se lo devolvemos con el corazón hecho pedazos. Abrió la mano para socorrer al mendigo y extendió sus brazos para amparar al necesitado!

            —¡Amén! -responden las rezanderas que en ese momento entran a la sala mortuoria con cirios encendidos.

            Al interior del féretro Ernesto mantiene la sonrisa con la parte del labio que no le fue destrozado. Con curiosidad escucha los comentarios que la gente hace sobre él. Nadie se atreve a decir quedó igualito, (por elemental respeto a la verdad).         Los ramilletes de flores se desbordan por la casa, el aroma del café humeante se entremezcla con la fragancia de los azahares que arreglan las mujeres en los corredores. En el árbol de marañón japonés varias chicharras parecen reventar con su canto intermitente.

             En un rincón de la sala permanece doña Mila, junto a la cesta con los dos pericos de porcelana donde se guardan las llaves de la casa. Fija la mirada sobre la foto donde ella esta junto a su hijo cuando cumplió los siete años. Abstraída, escucha al doctor Góchez Castro quien le transmite el rumor de que alguien había informado a la policía sobre la visita que esa madrugada le haría Ernesto.


            —¡Esas fueron cosas de Samuel Álvarez... por Dios que le saldrá cáncer en la lengua! -perturbada, doña Mila vaticina que así morirá el mentado. Y rompe en un llanto inagotable-

            Mientras tanto en San Salvador el General Hernández Martínez, de pie junto a un ventanal de casa presidencial, contempla la mole del cerro San Jacinto, reseco por el alargado verano. Está preocupado por el clima de conspiraciones que le agobia desde meses atrás. Le acompaña el Ministro de Gobernación.

            –Hay rumores de que los abogaduchos de Santa Ana van a aprovechar esta muerte para fomentar disturbios contra el gobierno... Lo mejor es prohibir que velen el cadáver, debe ser enterrado de inmediato  -le aconseja el general Tomás Calderón.

            —Pero... ¿Y la familia? -pregunta el presidente.

            —La cosa no está para cortar elotes. No podemos arriesgarnos, debemos aplicar el decreto que prohíbe las reuniones públicas.

            Agitado, Joaquín Leiva, encargado de protocolo entra al despacho:

            –Acaban de llamar de Santa Ana. Dicen que la familia Interiano ha decidido adelantar el sepelio.


            —¡A Dios gracias! -exclama el general Calderón, con su dicción entrecortada por espasmos respiratorios.

            —Cuídese el asma Tomás, que ese mal a la larga afecta la memoria. Le voy a dar un ungüento de manteca de tacuazín. Apesta si, pero es mejor perder amigos que el entendimiento...

            Frotándose las manos, el presidente sale del salón. San Salvador había amanecido con un aire helado y melancólico.



            Mientras tanto, en las calles de Santa Ana la multitud crece y se agita frente a la casa de los Interiano. En los cantones vecinos suspenden la corta de café. Envueltos por la neblina bajan centenares de volcaneños, silenciosos, corvos al cincho.

            Los jornaleros de la finca La Montañita han bajado de los cafetales, con cintas negras en las camisas de manta, sin hacer caso al agente de la policía que apunta en su cuaderno los nombres de quienes logran reconocer en el cortejo. Al observar el detalle de los calzados que porta la gente le llama la atención la mezcla de finos zapatos de charol, con caites de cuero seco, junto a los que van a chuña, con sus dedos rajados por la inclemencia de las niguas.




            Jóvenes desoladas colocan ramilletes de flores sobre el cuerpo de Ernesto; fresqueras del mercado encienden más cirios; vendedoras de estampas auxilian al mudo Mercedes quien, desesperado, pajilla y garrote en mano, trata de recobrar el habla para gritar su pena. Las lavadoras abandonan el río, y corren a decirle adiós a quien más de una vez las sacó de un apuro económico.

            Los sahumerios, la cera derritiéndose y el sudor de los recién llegados, dan pastosidad al aire que se respira. Al fondo de la casa se escucha el tropel de mendigos que forcejean por llevar el féretro en hombros, en medio de la porcelana resquebrajada contra el suelo y el reguero de lasaña de berenjena que dejan tras saquear la cocina, pues no dudan que la bondad de Ernesto traspasará los umbrales del más allá.

            En toda la casa huele a copal y a ruda recién cortada. Son los sahumerios encendidos por Teresa Pushagua, la nana de Ernesto, quien ciega y sorda, presagió la muerte tres días antes, auxiliada por el canto del mismo tecolote que once años atrás le había anunciado la muerte de su padrino Feliciano Ama, quien por insurrecto, fue ahorcado en lo alto de una ceiba en Izalco.

            Amílcar Hidalgo se hinca bajo el almendro, aplasta la hierbabuena, y no pronuncia una palabra más. 


            Al interior de algunas mansiones de postigos y ventanas cerradas, sus ocupantes no ocultan el regocijo por la muerte de quien consideran un demonio loco y pendenciero, con el agravante de ser el enamorador de muchas de las niñas bien de la ciudad.

             Chompipe, Chico Buchón y Nando te botó la mula, barbados, vestimentas raídas, fuman un tabaco compartido, lagrimeando en silencio. Mariano Zúñiga, moqueando como un cipote, trepado al campanario, toca con furia repiques de duelo.        

            —¡Amor de mi vida, amorcillo, amorcillo mío! -grita Noysi Méndez- quien abrazada a una ceiba no detiene los sollozos de novia dolida, hasta que un desmayo la tiende junto a los llagados y pordioseros que se unen al cortejo.

            El féretro parece flotar en manos de la muchedumbre. Nadie quiere dejar de acercarse a Ernesto por última vez y comprobar que, colocando el oído al ataúd de cedro se escuchan aleteos de colibrí.

             Al momento de distribuir a los familiares en los vehículos fúnebres se presenta un dilema: han llegado varias novias de Ernesto.


—En el coche solo iré yo. Si las montamos a todas no cabrían ni en un bus -sentencia doña Mila, erguida y autoritaria en medio del dolor-

            El cortejo avanza lentamente. En las esquinas, ancianas de rebozos negros deslizan entre los dedos las cuentas de las camándulas. En los balcones ondulan los pañuelos en adioses aéreos, en las manos temblorosas de las quinceañeras.

            Un piquete de trabajadores agrícolas se presenta para reclamar lo que manifiestan es su derecho: llevar el ataúd en hombros; intencionadamente cambian la ruta del cortejo y pasan frente a la mansión de Samuel Álvarez donde mantienen un rato el féretro, acompañado de gritos. 

            —¡Asesino!

            —¡Viva Ernesto Interiano!
           
            —¡Abajo la dictadura! -agrega tímidamente un vendedor de charamuscas y desaparece entre la multitud-


Carmen Bomba, popular personaje, acarreador de muebles en  el mercado, famoso por platicar en rima, atrapado por un fluido  incontrolable, temerariamente trepa como araña por los pináculos de catedral; camina por el estrecho friso hasta el rosetón, abre los brazos, y luego sacude su polvosa levita. Lo observan decenas de personas boquiabiertas agolpadas en la plaza. Cuando cesan de repiquetear las campanas, se escucha su voz sonora:

—Este dieciséis de diciembre de mil novecientos cuarenta y tres
quedará tatuado en la memoria de los santanecos
han matado al amigo de los ciegos y los mendigos
carajo que mala fecha, ¿quién por nojotros?

            Luego de dos horas, el lento cortejo llega al cementerio Santa Isabel. Detrás de los cerros el sol desciende cuando lanzan los últimos ramos de flores sobre el sepulcro. Entre los ángeles de mármol y las losas, el abogado Góchez Castro observa abstraído, con la mirada en ninguna parte. Nadie puede imaginarse en qué piensa, ni que cosa lo atormenta. 

            —Caramba, quién iba a pensar que a mi entierro vendría este talego de gente -pensó Ernesto al contemplar el sepelio desde lo alto del ostentoso mausoleo del General Regalado. Mientras que su cuerpo, en la incomodidad del féretro, presiente el fosforescente vientre de la tierra.


            Cuando doña Mila regresa a casa, se sorprende al encontrarla totalmente transformada en un territorio desolado, las paredes agrietadas, amarillentos líquenes en los horcones de los techos, los helechos y jazmines resecos y las buganvilias exhaustas.

            –¿Quién lo diría? Santa Ana se está comenzando a desmoronar. 

            Y se dispuso a cerrar, una a una, cada ventana de la casa. Tomó un trozo de mazapán, lo saboreó mientras encendía un cirio frente a la última foto que le tomaron a Ernesto, tenia mostacho y barba crecida, y una inquietante expresión de nostalgia.

            La  ventisca apagó la luz. Ella se quedó atenta al silencio, arando en la  tiniebla, recordando el día en que veintiséis años atrás soportó los dolores de parto, y recordó el momento en que sintió como si un pez inquieto brotaba entre sus piernas al momento de dar a luz a Ernesto.




                                   SATANÁS ENVENENADO


            Muchos años atrás, una mañana Don Hilario Interiano había atravesado el zaguán, y recogido el diario La Prensa. En la primera plana leyó:
Hoy es una fecha memorable para Santa Ana, el presidente de la república inauguró la estación inalámbrica Venustiano Carranza...

            —Qué cosas de la ciencia, la palabra ya no viajará en tren, sino por aire...

            De pronto, un alarido desgarrador se escuchó al fondo de la casa.  Don Hilario reconoció la voz de su hija Mila mortificada por los dolores del alumbramiento. En ese momento rompía fuente, anegada en sudor, gritando que un terremoto le burbujeaba en el vientre. En ese instante nacía Ernesto Interiano. Era el 17 de septiembre de 1917.
La criatura no lloró. Cuando la colocaron sobre el pecho tibio de su madre permaneció inmóvil con los ojos abiertos, observando minuciosamente cada objeto, cada sugerencia de luminosidad. Arrugaba la naricita como si pudiera oler los vapores de eucaliptos. Sobre los sauces una nube de chocoyos armó un bullicio y el niño miró hacia la ventana.

            Don Hilario dio un portazo y se encerró en su habitación. Se negó a conocer al nieto. Ordenó que a Mila la trasladaran con todo y niño al fondo, a los cuartos de la caballeriza.  Fue el castigo impuesto a  su hija  a raíz del embarazo que desde meses atrás le  avergonzaba a Don Hilario.

            La identidad del padre de la criatura fue un misterio, y por supuesto, caldo de murmuración en aquella conservadora ciudad de Santa Ana. Pero la acomodada posición social de la familia pronto acalló el chambrerío en torno a Mila, la joven que hacía más de un año se había separado de su esposo y ahora concebía sin hombre conocido.

            Los primeros meses, niño y madre vivieron confinados. Las pocas visitas que llegaban no se atrevían a preguntar sobre el llanto de recién nacido que se mezclaba con el relincho de los caballos y el tropel de las yuntas de bueyes que jalaban las carretas con sacos de café.


La única excursión que en ese entonces Mila hizo al exterior fue la tarde en que llevó al bebé ante el altar mayor de catedral, frente a Señora Santa Ana  -abogada de los buenos partos- y se  arrodilló con fervor:

            —Santa Patrona, vengo a presentarle a mi hijo, bendígamelo para que sea justo y bueno.  

Le acercó los deditos del niño al desnudo pie de la imagen. En ese momento al bebé se le desprendió la tripita del ombligo.

            Al siguiente día, mientras almorzaban, Don Hilario al fin se decidió a soltar la pregunta que días atrás tenía atascada en el orgullo: 

            —Queta,  ¿cuéntame, cómo es el niño?

            —Es la criatura más bella que hayan visto mis ojos... y se llamará Ernesto... debes ir a conocerlo -respondió su esposa.

            —Achís, ve. ¡Sea como sea no los quiero ver, ni al niño ni a Mila, a los dos me los dejan donde están!



            Pasaron varios meses, Ernestico crecía en el patio trasero junto a las carretas que bajaban del volcán con frutas, café y leña. Primero empezó a repartir las primeras sonrisas, luego levantaba cabeza y tronco como una lagartija chele. A los cinco meses se sentó.

            Mientras su madre Mila le tejía coloridas mantillas, Teresa Pushagua, la indígena anciana, cuidaba al niño, manteniéndolo alejado del mundo exterior y de la vista del abuelo. Ella le enseñó las primeras palabras que nadie más en la casa entendía:

Ne suchit istac... Ne suchit istac  -repetía el cipotillo- ante la celebración de Teresa Pushagua, quien por esos días le había colocado una bolsita roja con ruda, ajo, pimienta de castilla, tabaco y chile, para protegerlo del mal de ojo y de todo accidente. Y cada noche, desnuda, ya despojada de refajo y abalorios, encendía un cirio frente a un San Simón de palo traído de Chichicastenango, con el que compartía tragos de guaro acanelado cantando en la lengua nahuat de sus antiguos. 

            El mejor amigo del niño fue un cachorro al que la tía Julia se le ocurrió llamarlo Satanás, por negro y morucho. El animalito aullaba cuando se alejaba el niño y este armaba berrinche cuando no veía al chuchito. Los dos crecieron compartiendo su soledad brincando como cabras, exiliados de la vida familiar.
Teresa Pushagua utilizó todas las artimañas para que cada quien durmiera en su lugar pero fue inútil. Por las mañanas encontraba a Ernestico enroscado en el suelo junto a su mascota. Entonces toleraron que juntos durmieran en la cama, pero con la advertencia de Mila:

Lo permitiré, pero eso sí, lávele los dientes al chucho antes de dormir.

            —¡Que excentricidad la de esta gente! -murmuró Teresa Pushagua y se fue a darle su trago de aguardiente al santo de madera.

            Durante un  atardecer, al fondo del corredor, la familia tomaba la merienda cuando inesperadamente -escapado de su encierro- apareció el niño. Se aproximó gateando y sonriendo. Con agilidad sorprendente trepó en la silla de mimbre y se sentó como un invitado más.

            Don Hilario desorbitó los ojos y contuvo un grito. La abuela recuperada de la sorpresa se levantó enérgicamente, tomó al niño en brazos, se plantó frente al marido y le ordenó con recóndita autoridad:

            –Tome, póngase a chinear a su nieto. ¡Ya es hora de que esta ridiculez termine!
           
            El abuelo titubeó durante un instante. Tomó la criatura con delicadeza y le abrazó. 

            —¡Ya es hora! –dijo- y no se secó la lágrima que descendió entre la barba cana.


            Desde ese día el niño se convirtió en el chinchín de la casa. El príncipe de los caprichos, como le decía la tía Julia.

            Al levantarse el castigo, el pequeño creció rodeado de comodidades en la casa de extensos corredores, sillas de bronce, chineros, jarrones italianos y alfombrados orientales. Ubicada de Catedral una cuadra abajo, frente a la antigua sede de la Policía, la casa de los Interiano se renovó con gritos infantiles y se abrió a nuevas visitas atraídas por el carisma del nuevo habitante. Las tías, fantasiosas, no escatimaron recursos de excentricidad para disfrazar al niño de cuanto se les ocurría: comalera, querubín, espadachín renacentista, lucifer o  carbonero.

            Así creció y no hubo capricho que no le complacieran. Y si no lo pedía se lo inventaban.

            Doña Tula Vilanova, su prima, siempre lo tuvo en su memoria como un cipote alegre, travieso y bondadoso.

            —Yo recuerdo que con mi primo íbamos al parque y sacábamos a pasear a su perrito acompañados de nuestras nanas. A la hora de gastar lo que el abuelo Hilario nos daba para la merienda, Ernesto me decía: “Mirá, nosotros vamos a comer y quizá aquel mendigo no ha comido”. Y les compraba quesadillas.

            Tiempo después, el día en que Ernesto cumplía ocho años, estaba en la puerta de su casa sobre la bicicleta que recién le habían regalado, cuando contempló a varios policías que le lanzaban un bocado de carne envenenada a Satanás, su perro consentido.

            —¡Noooooo! ¡No te lo comás Satanás!
           
            Fue el desolador grito del muchacho. Pero ya era demasiado tarde, el cachorro de una tarascada ya había engullido el bocado.
           
            Minutos después el animal se arrastró penosamente, sus dos patas traseras tiesas. Agonizó entre vómitos y convulsiones ante la contemplación silenciosa de Ernesto, quien pidió a su madre que lo llevara a la finca La Montañita. Cuando depositaba el cuerpo del perro en la tumba que había cavado en el cafetal, sintió el olor a almendras amargas del cianuro. Tres días pasó sentado en una hamaca, balanceándose, sin pronunciar palabra, contemplando cómo la neblina arropaba los granos rojos de los cafetos.  Cuando Collazo, el capataz de la finca le extendió un tamal de chipilín, el niño lo rechazó.

            –¡Tiene veneno. Todo tiene veneno!


            Corrió a encaramarse en los enormes tanques de agua. Desde la altura, las montañas le parecieron gigantes de otros mundos que le contaban de sus ciudades sumergidas en el mar; puntos del universo donde todo converge para separarse de nuevo.

            Sus primas no olvidan el día en que Ernesto -ya más crecido- recogió en una carretilla a los canes envenenados por los gendarmes y que dejaban podrirse en las calles. Fue a tirarlos frente al cuartel.
           
            —Perros, aquí les dejo a estos difuntos... ¡A ver si chucho no come chucho! -gritó a los agentes-

            Pasó el tiempo y el incidente del perro pareció borrársele de la mente. Pedaleando en su bicicleta se metía en los mercados, conversaba con fresqueras y verduleras. A cambio de huevos que sacaba de la despensa hogareña, transaba cambalaches por caramelos de atado y coco.

            Allí escuchó las protestas de los volcaneños arrojados de sus tierras por terratenientes cafetaleros y escuchaba las conversaciones de las lavanderas en el río: comentaban los disturbios en la Hacienda San Isidro propiedad de la viuda del General Tomás Regalado, donde mil quinientos jornaleros pedían aumento de salario y mejor ración alimenticia.


            El niño hizo entrañable amistad con los personajes de la calle como Nando te botó la mula, o los mendigos ciegos del portal de catedral. A éstos, cada atardecer les llevaba pan con queso e infinidad de preguntas.

            –¿Los colores se ven en lo oscuro? anda, dime Alejandro.. ¿Y, si los ciegos no pueden mirar, pueden tener hijos?

            Con paciencia los mendigos le respondían las interrogantes. Y cuando se aproximaba, estos reconocían los pasos del niño que ya se hacía adolescente.

            —Ya viene Neto -anunciaban-

            —Hey cipote, léenos las noticias -le pedía otro mendigo-

            Entonces Ernesto les leía en voz alta. Era “El Diario del Pueblo”, editado en Santa Ana ese 13 de enero de 1932:  “Es necesario que se estudie la situación social del país, pues últimamente se ha hablado de levantamientos comunistas y choques armados, pero a la vez se sabe que los salarios son bajos en las fincas y por eso no hay braceros. Se habla de agitadores, cosa que debe ser investigada para buscar justicia. Por otra parte, Monseñor Belloso, en carta enviada a capitalistas y terratenientes, afirma que si los patrones tratan justamente a los trabajadores quedará conjurado el peligro comunista...”
En ese instante la tierra comenzó a trepidar.

            –¡Temblor!, ¡Jesús, Jesús, qué fuerte venís, pero más fuerte es mi Dios! -gritó alguien, y los mendigos, a tropezones se desperdigaron rumbo al parque-

            Ya adolescente se le vio a Ernesto en las retretas del Parque Libertad piropeando a las mengalitas, vestidas y maquilladas de domingo. Otras veces, sobre una banca, traviesamente le sustraía las quesadillas de leche que vendía La loca Pastora, mientras los músicos seguían la batuta del maestro Muñoz Ciudad Real.

             Sus compañeros de estudio en el Liceo San Luís recuerdan que de quinceañero comenzó su afición por el tiro al blanco, primero, con rifles de balines. Al igual que a los jóvenes de las familias acomodadas, a Ernesto le gustaba asistir a los bailes en el Casino cuyos salones adornaban con flores y guirnaldas. Las muchachas le coqueteaban enfundadas en sus vestidos de tules vaporosos reflejados en los tremoles. Al fondo brotaba un bolero de Agustín Lara, luego arrancaba el baile con polkas y pasodobles. Y finalizaban con un tango de Gardel.

El día que me quieras
 la rosa que engalana,

se vestirá de fiesta 
con su mejor color.

Y al viento las campanas 
dirán que ya eres mía,

y locas las fontanas 
se contaran su amor.
Por las tardes, en el Parque Colón tomaba chilate, o en el bar Beer Lokal de los Meza Ayau se empinaba algunas cervezas. El Hotel Florida y la cantina Nueva York, fueron testigos de innumerables anécdotas en la agitada vida de Ernesto, el más guapo de los caballeros de honor de Aidé Trujillo, la Reina de las Fiestas Julias. En el evento, los jóvenes cubiertos con capones blancos, hachones en mano, iluminaban los pórticos de catedral mientras caracoleaban sus fogosos caballos ante las miradas femeninas.

            Los domingos, luego de asistir a misa y de haber encendido cirios a Nuestra Señora Santa Ana, se le veía con el padre Rafael Paz a quien le agradaba la versatilidad de las conversaciones de Ernesto. El tema del día era la matanza de indígenas que las tropas del gobierno estaban haciendo ese mismo día en Juayúa, Sonzacate, Izalco, Tacuba y Nahuizalco.

            —No alcanzan los hoyos para tantos fusilados... ni las ramas de ceiba para los ahorcados. -le confió el cura, al tiempo que le mostraba las imágenes que su amigo el fotógrafo Barrientos acaba de tomar en la zona-

            Ernesto se quedó contemplando la foto donde aparecían amontonados los cadáveres de los indígenas, en fosas, apilados como pantes de caña.

—Padre Paz ¿será cierto que el ejército también está envenenando los pozos donde toman agua los inditos?

            —Solo Dios sabe -respondió el sacerdote-.

            Ernesto sintió en la ráfaga de viento helado el tufillo inconfundible de almendras amargas.

            Mientras tanto en la capital, el General Hernández Martínez se despedía del oficial encargado de reprimir la insurrección, antes de partir al frente de sus tropas rumbo a Ahuachapán.

            —¡Mano dura con los comunistas!

            –¡Descuide presidente, de eso me encargo yo! -respondió el general Tomás Calderón desde la ventanilla del camión-
Las cenizas del volcán Acatenango, ensombrecía los cielos de  Centroamérica. Era de mañana pero parecía que anochecía.
            Al día siguiente, como todos los lunes Ernesto se presentó  a la policía para pagar la multa de los chichipates encarcelados por ebriedad y escándalo público. Luego se los llevaba al mercado a darles sopa de patas para quitarles la resaca.

            Al atardecer se ofreció para ir a dejar a San Salvador a una familia amiga; en la esquina frente al telégrafo, un policía detuvo el vehículo y le pidió el documento de identificación, pero los había dejado en casa.

            —No entiendo, si usted me conoce -le dijo al policía que se había subido al guardafangos-

            —¡Deme sus papeles Ernesto Interiano... ¡Identifíquese! –insistió-.

            El joven, molesto, lo empujó y aceleró el vehículo. Al regresar de la capital, la autoridad lo citó y le aplicó una multa.

             Cuando el comandante Rosendo Albino Luna tomó a su cargo la dirección de Policía de Santa Ana hizo amistad con Ernesto, quién en cierta ocasión pagó los gastos de una serenata llevada por aquel. Entonces se creyó que no volvería a tener problemas con la policía. Pero ocurrió el asesinato de un ciudadano de apellido Armero, cuya evidente motivación fue el robo. El comandante Luna, inexplicablemente, dirigió sus investigaciones en contra de Ernesto; cosa que molestó a éste de tal manera que reforzó su antipatía hacia los uniformados.





                                   PAYASOS Y DISPAROS


            Ernesto se despertó casi a mediodía, anoche hubo baile en el Club Atlético. En la Prensa Gráfica de este 14 de enero de 1939,  lee  la noticia que ha impactado a la ciudad: La muerte de la viuda Segunda de León, anteriormente mordida por un perro rabioso.

            —Ya van a comenzar a envenenar de nuevo a los chuchos. Comenta al recordar el olor a almendras amargas del cianuro que mató a Satanás. 
Otros titulares del diario destacan el incendio del almacén El Chichimeco, y desde España consignan el avance de las tropas del General Franco hacia Barcelona luego de treinta y un mes de guerra civil. Mientras las amenazas de Hitler desde Alemania, anuncian la extensión de los conflictos bélicos.

Están talando los pocos pinos que hay en el volcán de San Salvador -lee en voz alta- Y salta de la cama al acordarse que tiene que ir a la finca a supervisar la pesa del café.

            Al llegar a La Montañita se encuentra con la festividad por el tiempo de cosecha. En el patio se presenta el rústico circo Variedades. Frente a la cocina han colocado la carpa; el payaso Cigarro, acompañado de marimbas hace reír a centenares de jornaleros.

            Ernesto inspecciona la pesa de los sacos de café. Al atardecer, al retirarse, como a veces lo hace a manera de despedida, saca su arma por la ventanilla del vehículo y lanza varios disparos al aire. Algunos curiosos salen de la carpa, sin notar nada en particular. 
           
—iAquí se cayó uno de un palo!  -grita una vendedora de ponche- al ver caer desde lo alto a Carlos Deras, joven campesino que de espectador gratuito del circo estaba encaramado en un árbol de gravileas. Al inspeccionarlo, los escoltas rurales constatan que tiene dos disparos en la cabeza.

            Una semana después, recién cumplidos los veintiún años Ernesto es capturado en la Hacienda San Francisco Guajoyo propiedad de la familia Valiente. Celosamente custodiado, es conducido a declarar al tribunal. Se inicia así un sonado juicio. El juez del caso es Abdón Martínez; abogados defensores serán los reconocidos juristas, Julio Jiménez Castillo, Raúl Gamero y Max Patricio Brannon. Este último, mas tarde escribirá en su libro El Caso Interiano:

            "Mucho se habló de este suceso, y como todo lo sensacional y comentado, poco tiempo después de ocurrido el delito que se le atribuía a Ernesto Interiano, la imaginación criolla lanzó versiones sobre el desarrollo de los acontecimientos, a cual más inconsistentes y alejados de la verdad. Y esta agitación de la mente colectiva, a base de absurdos y falsedades, llegó a extremos peligrosos.
            Se daba ya por un hecho la condena del procesado y hasta se fijaba el lapso de castigo: quince años de prisión mayor, decían unos; doce, rectificaban otros; y los más benévolos señalaban tres años, ya que el delito era, según antojadiza afirmación, de imprudencia temeraria.
            Y las cosas llegaron a tal punto que un repórter-periodista, contando sin duda con el largo encierro del encausado, enfocó, con saña mal disimulada, todo el fuego de su pasión, contra el presunto culpable. Un Diario de Occidente abrió campaña sobre el caso Interiano, y la morbosidad criolla respondió espléndidamente al comentario lleno de hiel que en cadena ininterrumpida se le brindaba.
            Hubo de todo: desde el comentario irresponsable, frívolo, inconsistente, hasta la campaña sistemática, apasionada, cruel. La venganza encontró un rico filón que explotar".




            Durante meses se mantuvo la expectativa pública sobre el juicio. La defensa sustentó que los disparos que dieron muerte al joven Carlos Deras no pudieron ser los ejecutados por Interiano “pues el cuerpo agonizante cayó veinte minutos después de su partida, y no al instante como debió suceder con tan graves heridas”.

En base a esta circunstancia, los defensores pidieron un hábeas corpus ante la Suprema de Justicia; la que nombró al doctor Ángel Góchez Castro como juez ejecutor. Este dictaminó que no era procedente la orden de dejarlo en libertad.  Pero semanas más tarde, en agosto de 1939 la Cámara Occidental decreta la libertad del joven Interiano.       

            Algunos santanecos rechazaron el fallo absolutorio atribuyéndolo a una impunidad cobijada por la posición social del encausado. En el Diario de Occidente, Serafín Quiteño escribió un artículo alusivo al caso, titulado “Delincuentes consentidos”. Este escrito motivó un fuerte cambio de palabras entre Interiano y Quiteño.




 SAMUEL ÁLVAREZ ENTRA EN ESCENA


            A partir de los anteriores sucesos todo hecho acontecido en el occidente de El Salvador, la policía lo adjudicó a Ernesto: una disparazón durante los jaripeos en Texistepeque, las pintas antigubernamentales en Santa Lucía, el corpiño colocado nocturnamente sobre el busto de una virgen en la iglesia de El Congo. De nada servía que el muchacho alegara encontrarse a kilómetros del lugar de los hechos.
            Un domingo, junto a un grupo de amigos fue a bañarse al Lago de Coatepeque. Al día siguiente se supo que Samuel Álvarez, acaudalado cafetalero, había recogido en la carretera a un hombre atropellado y lo había llevado al  hospital. Cuando la autoridad investigó el caso, Álvarez aseguró que había sido Ernesto el culpable del hecho.

Inmediatamente, el Capitán Luna convocó al joven para comunicarle que estaría bajo arresto domiciliario hasta que se produjera un dictamen judicial.

            En Santa Ana nada puede ocultarse. Pronto se rumoró en toda la ciudad el motivo de la hostilidad de Samuel Álvarez hacia Ernesto. Resulta que Interiano mantenía relaciones amorosas con una maestra, que a la vez era pretendida por el cafetalero dueño del beneficio El Molino.

            Son las dos de la tarde -1 de noviembre de 1943-. En la esquina un bolito se desgañita recitando versos de José Valdés:

            Recuerda lo que en otros tiempos eras,
            en las sombrías noches desoladas,
            cuando no florecían primaveras,
            ni sonrisas de rosas ni de amadas.

            —En la cárcel vas a florecer vos, ¡por borracho! Le responde uno de los agentes de la Policía Nacional, que junto a otro, golpean al declamador pasado de tragos, quien arma una gritería y se resiste al arresto.

            Es la hora del almuerzo, Ernesto se esta despachando un colorido  fiambre, tradicional en el Día de los Difuntos. En la bandeja rebozan aceitunas, huevo, pollo, papas, quesos, guisantes, remolachas, sardinas y huisquiles…
           
De pronto, escucha los gritos de auxilio del joven vapuleado por los agentes. Ernesto busca su rifle de aire, lo carga con balines, trepa en el árbol tras el muro y dispara contra los agentes Orlando Ramírez y Moisés Alfaro a los cuales les causa lesiones leves. A falta de noticias impactantes, distintas de las que vienen de los frentes de guerra europeos, la prensa  infla pomposamente el suceso.

            El Capitán Luna personalmente se encarga de levantar los cargos. El juez Abdón Martínez inicia el juicio. El abogado defensor es el doctor Ángel Góchez Castro, quien esa tarde llega a casa de Ernesto. Le encuentra alistándose para ir con su novia Noysi Méndez al baile de coronación de la Reina del Café.

            —Ni se te ocurra salir a la calle con este escándalo que han armado por los balines que le disparaste a los agentes.

            —Ya se calmarán -responde Ernesto-.

            —Frente a la casa hay una multitud de curiosos en espera de que la policía venga a capturarte. Tal es la novelería que hasta el propio Samuel Álvarez almorzó en la esquina para verle salir esposado.

            —Por lo que más quieras Ernesto, sal del país un rato, no cometas más temeridades, mirá que apenas sos un cipote. -le aconseja Góchez Castro-.

            —Vea, doctor, lo que me perjudica no es el trago, como usted pudiera pensar; a mí me persigue la fatalidad. En todos los actos de mi vida hay algo fatal. En La Montañita maté a un hombre por hacer disparos al aire, sin haberme tomado una copa. Créame doctor, yo puedo contestar con bala cualquier agresión y luchar como hombre sin importarme a cuántos me vaya a enfrentar; pero jamás podría matar a sangre fría.

             Por el momento, Ernesto acata el consejo de no salir esa noche. Pero, al amanecer, toma la decisión de huir. Enciende el motor de su Chrysler y sale a la calle. Uno de los policías que vigila la casa, adormitado ve pasar la mancha vertiginosa del llamado pájaro azul. Sobre una moto dos policías inician la persecución, otros cuatro lo siguen en la patrulla. Frente al parque el inspector de tránsito Emilio Reyes intenta interceptarlo; Ernesto hace dos disparos al aire para amedrentarlo y escapa a toda velocidad.

            Recoge a uno de sus amores: Clara Luz Tovar y a su hija Miriam, de dos meses de edad. De inmediato parte hacia el Lago de Coatepeque.

LA PESADILLA DEL GENERAL


            Muy temprano en la mañana, el jefe de la policía se disponía a tomar atol de elote cuando recibe un urgente telegrama:

Capitán
Rosendo Albino Luna
Santa Ana.

            Infórmole que el Presidente de la República viajará fin de semana al Lago de Coatepeque. Refuerce medidas de seguridad. Insistentes rumores indican que los facciosos continúan sus asechanzas contra la vida del general.

                                                                       General Tomás Calderón
                                                                       Ministro de Gobernación


            En cumplimiento de la orden, desde Santa Ana es enviado el inspector Rafael Gallegos junto a otros agentes con la misión de vigilar lo accesos al sitio donde descansará el General. Al mediodía llega la comitiva presidencial al Hotel del Lago: cuatro limosinas y dos motorizados. Con la mesa puesta esperan sus propietarios, don Jacinto Bustillo y su esposa Angélica que hoy cumple veintitrés años.

             El General desciende, estira las piernas, contempla el lago a contraluz de la resolana y toma el brazo de su esposa Concha.

            —Tengo hambre -le dice-

            —Yo también, el viaje se me hizo largo -responde ella-

            Joaquín Leiva, el circunspecto jefe de protocolo pregunta a don Jacinto si ya enviaron la comida que en estas ocasiones especiales le preparan en Santa Ana los Vides Valdés.

            —Todavía no ha llegado, pero en el hotel tenemos alcachofas gratinadas y sopa de cangrejo. -contesta el hotelero con su acento vasco.

            —Espere un momento don Jacinto. -dice Leiva, y se aproxima al general para  consultarle si acepta la propuesta.


            —Que sssirvan la messha -ordena, con su peculiar manera de arrastrar las eses.

            A la hora del almuerzo, antes de probar el primer bocado, saca “la guayaba”: su péndulo de radiestesia. Lo suspende sobre las alcachofas, observa unos segundos, y el péndulo se mueve.

            —No essstá envenenada, buen provecho señoresss      –exclama-

            —Presidente, si me permite, leeré el resumen de los hechos mas importantes del mes, por si desea referirse a alguno de ellos durante la charla que dará el jueves por la radio -le dice Leiva.

            —Adelante, le essscucho.

            —Bien, primero tenemos que el Papa Pío XII, a través del nuevo Nuncio, envió su bendición al pueblo salvadoreño. Los aliados se preparan para la batalla de Roma. Berlín esta siendo masivamente bombardeada por los ingleses. En cuanto a los hechos nacionales... se presentó la selección nacional de fútbol, entrenada por Américo González Mena. Este mes, su excelentísimo gobierno, fundó el Instituto Indigenista Nacional...

            —¿Y eso para qué sirve? -interrumpió la primera dama-

            —Luego te explico Concha... -siga leyendo Leiva-

—Seis miembros de la familia Aguilar Meardi regresaron al país después de permanecer en un campo de concentración nazi en Francia. A bordo de un barco expreso llegaron quinientos salvadoreños que trabajaban en el Canal de Panamá, luego de terminar sus contratos... eso es todo presidente...

            —¿Le parece poco? -comenta doña Concha, sonriente.

            A la hora de la siesta el general pide permiso, se levanta y va a acostarse en una de las hamacas. Cuando oye que tose el niño de los Bustillo, aconseja a doña Angélica:

            —Dele las aguasss asshuless. Ponga un frassco azul, lleno de agua expuesta al sol durante nueve díass, y que beba un sssorbo en cada hora par. Será un remedio infalible.

            Balanceándose entre dos palmeras el general pronto se sumerge en sueños.

            Mientras tanto, asomado a la ventana de la cocina un mesonero contempla las aguas del Coatepeque, inspirado, comienza a desafinar a Agustín Lara:


                                   —Hay en la laguna... reflejos de luna...
                                   quietudes que solo conoce el cristal...
                                   un cisne se aleja...
                                   vistiendo de rojo su carro triunfal
                                   y junto a la reja... se ve una pareja...
                                   ¡que rompe el silencio
                                   de un beso sensual!

            El sol ha descendido cuando el general despierta sobresaltado. Sudoroso y angustiado Le comenta a su esposa:

            —Concha, tuve una pesadilla... “soñé que encima me caía una hojarasca lenta y podrida, que me fue sepultando. Entre las hojas, como grandes gotas, caían los ojos de los fusilados del 32, y entre hojas y ojos, había desteñidas fotografías de mujeres y huérfanos con el rostro rodeado por la oscuridad de la angustia... y después, después soñé que se me acercaba un jornalero descalzo, cuchillo en mano y me cortaba en pedacitos... chucús-chucús... sonaba el cuchillo, como cuando uno puya un saco de sal con una espina de cutupito...  A mi entierro venían miles de hormigas y de banqueros con levita, mi cadáver lo cargaban las hormigas. Los banqueros, iban cantando cantos tristes, y cantos alegres las hormigas...”   

            —¡Jesús!  ¡Qué clase de sueño!   Te dije que no comieras tanto... eso fue algo que te cayó mal... -exclama la primera dama-


            —No, no es eso. Es un aleteo de presentimientos... ¡Vámonos para San Salvador!.. No soporto este paisaje. Me imagino que en el medio del lago va a levantarse un volcán vomitando fuego... ¡Vámonos!

            La caravana presidencial parte hacia la capital precedida de motociclistas, y de la tropa de espíritus que el general invoca para que no arribe la hora funesta anunciada por la pesadilla del mediodía.


ESCENA PARA UN TANGO


             Al desmontar el dispositivo de seguridad en torno al Hotel del Lago, el inspector Gallegos y el agente Álvaro Rivera al borde de la carretera esperaban que alguien les diera un aventón. Providencialmente, rumbo a Santa Ana, pasa Samuel Álvarez quien observa a los policías que le hacen señas; por un momento duda si los monta  en su vehículo junto a su esposa Mimí Meza Ayau y sus hijos, Emma y Samuel. Pero la fatalidad prepara un drama: se detiene. Los policías agradecidos abordan el vehículo.

             No habían transitado largo trecho cuando en el kilómetro 51, cerca de La Pedrera, pasa veloz el Chrysler azul de Ernesto Interiano; Clara Luz va a su lado, en sus brazos duerme MIRIAM, su hija recién nacida.

Cuando reconoce a quien anteriormente le había levantado una falsa acusación, Ernesto da un giro y lo persigue. Al alcanzarlo cruza el vehículo en la carretera y desciende.

            —Samuel  Álvarez, ¡ quiero que hablemos como hombres! -le increpa.

            —No tengo nada que hablar con vos -responde el cafetalero.

            —Me has hundido Samuel,  ¡creí que eras mi amigo!

            —¡Yo no puedo cargar con tus lodos Ernesto!

            El teniente Gallegos intempestivamente desciende del vehículo, toma posición de tiro, piernas abiertas, apunta la metralleta al pecho de Ernesto pero este saca la pistola, dispara primero y le rompe la muñeca izquierda. Otro impacto derriba al policía. El agente Rivera se adelanta para forcejear con Ernesto, y al ser desarmado se lanza al fondo del barranco. El teniente Gallegos mortalmente herido logra montarse en el vehículo en momentos en que don Samuel arranca y huye del lugar.

            Ernesto se dirige hacia el volcán en busca de un escondite apropiado para pasar la noche.

            La noticia llega de inmediato a Casa Presidencial. El General Maximiliano Hernández Martínez contempla a su esposa a través del frasco azul de sus aguas mágicas.

            —Concha... ¿sabés el chambre que andan contando? Que Ernesto Interiano quería matarme... me llamaron de Santa Ana para decirme que era a mí, a quien estaba esperando, y no a don Samuel Álvarez.
            —¡Dios guarde!


ENEMIGO PÚBLICO Nº 1



            La Prensa Gráfica envía un reportero a Santa Ana y en la edición del martes 30 de noviembre de 1943 destaca en su portada:

Última fechoría de Interiano provoca
su espectacular persecución en el país.
Sangrienta tragedia en el kilómetro 51

            En su interior, reproduce las declaraciones de Samuel Álvarez, quien ante varios periodista relata su odisea:

            —Estoy como si hubiera vuelto a nacer. No sé cómo pude escapar con vida de la furia satánica de Interiano.

            Mientras tanto el Comandante Albino Luna habla por teléfono con el Presidente de la República:

            —No mi General, ésta vez no escapará. Sí, capturamos un vehículo con las placas 1109, las mismas que anda Interiano, pero no era el suyo. El muy diablo las ha falsificado. También le informo que hubo un accidente con una de mis patrullas, los agentes andan tan nerviosos que en la persecución atropellaron a un niño frente al parque Anita Alvarado. Otros agentes por error rafaguearon a un taxi creyendo que era Interiano... Si mi general, no volverá a suceder.

            He ordenado una búsqueda minuciosa por todos los rumbos... Sí, incluyendo la frontera. Como usted ordenó ya partió a perseguirlo un escuadrón del Regimiento de Caballería... ¿Cómo? sí, correcto, la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda también están movilizadas. Si va en automóvil se le acabará la gasolina, si a pie, lo encontraremos. Sí Señor Presidente, lo capturaremos aunque se esconda en el fondo de la tierra.

            El entierro del teniente Gallegos es encabezado por funcionarios del gobierno que portan flamantes coronas enviadas por Pro Patria, el partido de gobierno, así como esquelas mortuorias remitidas por la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda. Los gastos del entierro son pagado por Samuel Álvarez.

            El 10 de diciembre el doctor Góchez Castro recibe un mensaje de Ernesto, le pide una cita en su bufete. El abogado le responde que tal cosa sería una temeraria imprudencia. Como alternativa, fija el encuentro en el beneficio de don Roberto Battle. Allí se reúnen.

            Ernesto llega a la hora fijada, barbado y exaltado:
—Doctor, le traigo esta carta donde le quiero contar mi versión sobre lo que pasó en Coatepeque.

El doctor Góchez Castro se coloca los espejuelos y lee en voz alta:

            Es  mi propósito hacer de su conocimiento con lujo de detalles, los hechos que se me imputan en el penoso caso del domingo 28 de noviembre, y en el cual se me inculpa falseando los hechos; le haré un relato minucioso y le garantizo por lo más sagrado que lo que le expongo es la verdad:
            El sábado 27 de noviembre, por mera casualidad, llegó a mi conocimiento que el juez que me juzgaba por un incidente callejero, había decretado mi detención y allanamiento de mi casa, por presión del capitán Luna. Ante esta noticia, y pensando que en ese caso peligraría hasta la vida de mi madre, la de todos los familiares y la mía, resolví exponerme solo y huí en mi automóvil.

             Ese mismo día la casualidad quiso que en mi fuga me encontrara con Samuel Álvarez, con quien anteriormente tenía nexos de amistad. Dicha amistad se había opacado a causa de que el mencionado señor dio contra mí una declaración falsa sobre un accidente de tránsito que aconteció en las proximidades de El Congo.
Mi encuentro con Álvarez aconteció como a las seis y media de la tarde del mencionado domingo 28 de noviembre, y poco más o menos a doscientos metros de la casa Flor de Lis, del coronel Estupiñán. Como yo ignoraba que Samuel estuviera custodiado por agentes de policía (la conciencia lo acusaba por su injusta declaración contra mí), acerqué mi automóvil al de él. Bajamos los dos de nuestros carros e inmediatamente le reclamé con palabras enérgicas pero corteses, que por qué había dado aquella declaración injusta y falsa contra mí, y haciéndole ver que el proceder de un amigo sincero, como yo le creía, no era el de tratar de hundir con un testimonio falso a quien se le brinda la palabra grande de la amistad.

            En estos momentos sonaron unos disparos en el interior del automóvil de Samuel, ignorando yo por el momento quién los hacía, pero sí le reclamé a Samuel que por qué me hacían fuego, que mis intenciones no eran belicosas ni agresivas. A continuación de dichos disparos, oí voces de mujer en el interior del carro de Samuel que suplicaban suspender el fuego. Entonces en ese momento Samuel desenfundó su arma, no sé con qué intenciones.
             En esos momentos de atribulaciones y gritos, por la puerta del automóvil de Samuel salió un policía que se me abalanzó haciéndome disparos con una pequeña ametralladora de pecho, la cual usó además para darme culatazos. Rodé por el suelo. Pronto me levanté aturdido, vi al otro policía disparándome y al de la ametralladora a punto de dispararme de nuevo. En esos momentos para librarme de esa agresión tan brutal, disparé mi revólver varias veces. Vi caer al de la ametralladora. Pero no sé si le acerté. Me dirigí inmediatamente al otro policía, al comprender mi cólera se hincó implorándome piedad, y suplicándome que le perdonara la vida, que lo hiciera por su madre y por sus hijos, que sería mi esclavo y que fue en un momento de ofuscación que había intentado matarme.
Como usted comprenderá, estimado doctor, ante una súplica humillante no me era posible saldar cuentas con quien acababa de tratarme de matar a mansalva, valiéndose de su posición ventajosa y de la oscuridad del carro de Samuel. Así fue como no quise mandar a descansar a semejante cobarde, pues solamente un criminal empedernido podía matar a aquel desgraciado que imploraba perdón de su vida.
Como constancia de lo relatado tengo en mi poder el revólver que decomisé a tan valiente representante de la policía. Si necesario fuere para comprobar este desarme, aún tengo en mi poder dicho revólver, el cual es Smith/ Wesson de los reglamentarios de la Policía Nacional, cuyo número es 558-653.
En la precipitada fuga del automóvil de Samuel, estuvo a punto de atropellar a una persona que me acompañaba y que trató de evitar que me mataran.
 Usted comprenderá, doctor, por este relato y el resultado de los hechos, que no tuve la menor intención de dañar a Samuel. Así como deseo manifestar que Samuel no hizo uso de su arma contra mí.
Si usted cree que es conveniente presentar esta carta y que conste como mi declaración, hágalo; más bien dicho, deseo que así lo efectúe. Salvo que usted estime que me es perjudicial.
Me suscribo de usted atento servidor y sincero amigo.

                                                           Ernesto Interiano



            Visiblemente emocionado el doctor Góchez Castro apartó la vista de la carta.

            —Está bien, Ernesto, la usaré en tu defensa. Mirá, la opinión pública está de tu lado, a pesar de las cosas que están diciendo los periódicos. Pero prométeme que no harás ninguna imprudencia.

            —No tenga cuidado.


            —Promételo, Ernesto.

            —Está bien... lo prometo. Dígale a mamá que cualquier día de estos llegaré a la casa.

            —Pero, muchacho, me prometes ser prudente ¡Y ahora me anuncias que vas a cometer el peor disparate de tu vida!

            —Está bien, no iré, por de pronto; pero la Navidad la paso con ella, de cualquier modo.

            —¿Ya pensaste en la Navidad que le estás preparando a doña Mila?

            Ernesto guarda silencio, mientras contempla los cortadores de café que esparcen el grano en los patios del beneficio Río Zarco.

            —Cuídate Ernesto, no regreses todavía a Santa Ana, aguarda unas dos horas. Como esta noche están pasando la película “Cinco Tumbas al Cairo” el cine esta repleto de gente, mejor espera que salgan de la función, entonces la ciudad estará desierta. En casa de don Carlos Interiano te mantendrás escondido.
 
            La Prensa Gráfica publica un comentario firmado por el periodista Salvador Cañas:

            "¿Qué argumentos podríamos agregar nosotros a los muchos que Serafín Quiteño expresó en Diario de Occidente, en ocasión pasada y por otro crimen cometido por Ernesto Interiano? Recordamos que por esta razón, estuvieron a punto de ser cadáveres Quiteño y Ramón Hernández Quintanilla, directores de aquel periódico.

            Interiano... es de suponer que se trata de algún morboso, capaz de simular la más exquisita caballerosidad, y hasta buen corazón. ¿Qué oscuras taras se mueven y afloran en este individuo? ¿Qué descuido pudo haber habido, o qué error lamentable se cometió al pretender educarle, que ha dado origen a semejante aberración? ¿Qué resentimiento guarda para determinada clase social, que al verla reacciona de esa manera violenta?. ¿Que se castigará ejemplarmente a Interiano por sus crímenes? No basta. El mal puede quedar socavando instituciones por no ponerse energía, capacidad, rectitud.

            Deben pensar, los que tienen alguna responsabilidad en la formación de la niñez y la juventud salvadoreña, en la revisión y práctica de los métodos educativos... la enseñanza moral, en la forma de organizar bien la familia y por ende la sociedad.. Es preciso buscar métodos viables para estructurar sistemas económicos justos; encontrar la manera de alimentar y alojar a las gentes para aligerarles la vida…"

            Mientras tanto en la jefatura policial el capitán Luna recibe al doctor Góchez Castro.

            —Capitán, vengo a pedirle, por humanidad, que levante su orden de que nadie entre o salga de la casa de doña Emilia Interiano.

            —Lo siento, doctor, a esa casa no entrará ni saldrá ni una mosca.

            —¿Ni siquiera lo necesario para la alimentación de la familia, capitán?

            —Aunque se mueran de hambre... en este país tocar a la Policía Nacional es tocar al Santo Papa... el crimen contra el inspector Gallegos tendrá un castigo ejemplar.

            —Solicitaré un hábeas corpus...

            —Hágalo... mientras tanto sostendré la orden de cerco total a la casa. Discúlpeme, doctor, tengo que hacer mi trabajo...   ¡Sargento Ticas!

            —¡Sí, mi capitán!

            —¿Qué noticias tiene de ese demonio?

            —A Interiano lo vieron a las ocho por Armenia y en este momento va pasando por Izalco.

            —No sea muela, sargento… ¡Ni que tuviera un cuete en el culo... Que redoblen las patrullas!

            El jefe miró a los ojos de Góchez Castro.

            —Vea, doctor, a Interiano puede considerarlo como muerto; así se lo he ofrecido a mi general Martínez...

            —Con todo mi respeto, capitán, usted es la autoridad y por castigar un delito no puede ordenar otro. Salga a la calle, pregunte qué piensa la gente sobre todo esto. ¿Por qué cree que la gente común está del lado de Ernesto? ¿Por qué esa aureola de simpatía hacia él? Incluso de personas que reprueban su proceder. La ciudadanía rechaza la forma en que se están haciendo los allanamientos policiales. ¿Sabe lo que ha hecho la Policía de Hacienda en La Montañita? ¡Ataron a los cortadores y los azotaron con barbarie!

            —Lo siento, doctor, no tengo más tiempo... salgo con mis hombres hacia El Congo, el deber me llama.

            En ese instante, en medio de las carreritas de los piquetes de la policía y el ejército, Ernesto sale de la casa de Mariano Samayoa, donde ha estado hospedado. Por las calles de Santa Ana camina sin disfraz, acompañado por Raúl Godoy. Marchan a buscar un nuevo alojamiento clandestino en casa de las señoritas Valiente.
















LA HUELLA ERRANTE DE LA LEYENDA


            Casi todos los días en este mes de diciembre  los titulares de los diarios de todo el país se ocupan del prófugo:

Ernesto y su pájaro azul, visto en Acajutla

“Se busca, tiene 1,80 de estatura, es de complexión fuerte, bien parecido, porte de gente educada, blanco, nariz recta grande, boca mediana, frente amplia, ojos castaños, pelo negro castaño, liso, peinado hacia atrás, barba espesa negra que puede haberse rasurado, a veces usa bigotillo fino, camina erguido, viste casi siempre camisa y pantalón caqui, sombrero vaquero Sttepson. Anoche se enfrentó a tiros con una patrulla policial entre Izalco y Sonsonate”.

“Ayer una comisión lo cercó en la finca La Montañita, pero cuando ya estaba a punto de ser capturado, hirió a los agentes José Manzano y Agustín Orellana; luego escapó en medio de una disparazón rumbo a esta ciudad, todavía tuvo el atrevimiento de pasar frente al cuartel de policía, disparando su arma.  Posteriormente sacó de su casa a su novia Noysi Méndez y se perdió en los portales del parque, confundido entre vendedoras de frutas, ciegos y mendigos”.

“La temporada de corta de café ha favorecido al prófugo pues hay cinco mil jornaleros acampando en las plazas, en medio de numerosas ventas de mercadería y comestibles, que son la espesa montaña humana donde se esconde”.

“Se le ve en todas partes pero no se le encuentra en ninguna. Huye como verdadero endemoniado. En Aguilares encontraron   “la cuca” en la que se transportaba Interiano. Se cree es una artimaña para engañar a las autoridades”.

“La noche del martes fue perseguido por toda la ciudad. Cruzó tiros con sus perseguidores, pero se quedó sin vehículo, pues los agentes lograron quitarle la camioneta en que viajaba, en momentos en que dejaba a una señorita en su residencia. Más tarde se produjo otra balacera en el caserío San Antonio, donde salió herido el policía Manuel Morales”.

Otro corresponsal informa que se le mantiene acosado en Las Lajas, cerca del Lago de Coatepeque. También se informó que la Policía Nacional ha recibido amenazantes llamadas anónimas, con el fin de que abandonen la persecución.
           
Anoche, frente a la residencia de los Méndez, un grupo de individuos de mala traza se dedicaban a dar serenatas a varias señoritas, mientras gritaban vivas, y cantaban un corrido dedicado al joven:

  Se llama Ernesto Interiano,
  lo quieren los mendigos y las mengalas
  lo esconden fresqueras y señoronas
  donde pone el ojo pone la bala.

  Al general Martínez, le dio currutaca
  porque allá viene Neto por la alcabala.
  Los polizontes y la descalza
  la Guardia y la de Hacienda
  andan con el chuncucuyo a dos manos.
  La mera cáscara amarga, 
  le puso cascabel al gato.


El Diario de Hoy titula en su edición del martes 30 de noviembre:

El Peligroso pistolero santaneco está armado de balas explosivas
Es cercado Interiano
Una joven acompaña en sus correrías a ese enemigo público No 1
El Criminal está encerrado en un sólido círculo de hierro

El terrible pistolero, poseído por el demonio, plagado de instintos vengativos y criminales, realiza hoy una asombrosa fuga a través del territorio salvadoreño. No podrá escapar, sobre todo cuando viaja con la impedimenta de una mujer recién salida del puerperio, y una chiquilla de pocos meses de edad.

—Yo lo vi, eran como las siete de la noche de ayer, frente al Club Atlético. Un cuilio le estaba dando rolazos a un bolito. De repente se apareció Neto no sé de dónde, agarró al cuilio por el pescuezo, le quitó la pistola y lo tiró como tanate, lo amarró y se lo llevó calle abajo.
Un grupo de jugadores de billar, suben el volumen del radio:

— Atención mucha atención, este es El Reporter Esso, a través de la radio YSP, 780 Kilociclos. Atención, noticias de última hora. Se supo que el Ministerio de Gobernación, giró instrucciones para que una comisión de la Policía Nacional capitalina se dirija a Santa Ana para unirse a la persecución de este individuo, de quien se rumora esta implicado en una conspiración para atentar contra la vida de nuestro querido presidente el general Maximiliano Hernández Martínez.
 
            Una enamorada de Ernesto, le hace una confesión a una prima:

—Era de madrugada; yo estaba calentando la leche cuando se me apareció Ernesto. Dame limonada, tengo sed, me dijo él. Lo mantuve escondido cuatro días, con sus cuatro noches, ay Diosito, ¡Qué rico besaba Ernesto!. Qué suaves sus manos cuando me levantaba la pollera. Con sus largas pestañas me hacía cosquillitas. No me importó entregarle mi inocencia, aunque después se me desgració la vida porque no encontré marido que me aceptara usada.. ¡Ay la perica!... ¡Qué noches, aquellas cuatro!

            El 12 de diciembre, como casi todos los domingos, algunas familias santanecas fueron al Lago de Coatepeque. En medio de los patrullajes, Ernesto y su inseparable Raúl Godoy se dirigen al lugar a bordo del vehículo de José Olmedo.

            Al mismo tiempo, el doctor Góchez regresa del lago en una camioneta de transporte público. A bordo también van varios policías borrachos, jugando con sus armas. Una muchacha comenta en voz alta:

            —iQuisiera verlos frente a Interiano!

            No se imaginan que a cinco metros de distancia, va Ernesto, conduciendo rumbo a Santa Ana donde le espera  impaciente Noysi Méndez:  han acordado huir juntos.  La recoge en un parque y parten hacia la finca La Montañita.

            Al llegar al beneficio cruza el portón, y se baja frente a la capilla. Nemesio Burgos, el administrador de la finca le advierte que en el lugar, disfrazados de cortadores de café, se encuentran varios agentes de la Policía Judicial.

            —¿Dónde están? quiero verlos! -exige Ernesto.

            En ese momento los policías ya han rodeado la camioneta; se desata un nutrido intercambio de disparos. Ernesto se lanza al suelo, da dos giros, dispara y hiere a un agente, desarma a otro y pone en fuga a los demás.    Inmediatamente se dirige hacia Santa Ana, en La Ceiba tiene un intercambio de disparos con un retén policial, sale herido gravemente uno de los agentes. Ernesto recibe un balazo en la pierna.

            Raúl Godoy, quien también resulta lesionado, no puede abordar el automóvil, se oculta en los cafetales y busca auxilio en la clínica del Dr. Mariano Samayoa, donde mas tarde es capturado por la Guardia Nacional.

            Ernesto lleva a Noysi a casa de una de sus amigas Menéndez, allí es capturada por la Policía que monta guardia frente a todas las amistades del perseguido. Cuando Ernesto se percata del arresto de su novia, trata de rescatarla, debido al nutrido tiroteo, no lo logra, entonces abandona la camioneta y se retira a pie.

Los periódicos continúan diariamente presentando una profusa información sobre sus supuestas andanzas:

            “La búsqueda se ha dificultado, pues el prófugo se disfraza cada noche de panadero o boticario y hasta se rumora duerme entre las enaguas de alguna admiradora.

            Se ha visto en la ruta de Armenia, en La Laguna y Potrero Grande Arriba. No se sabe cómo hace para abastecerse de gasolina en su desatentada fuga. Afirman testigos haberlo visto, con un sombrero agujereado por disparos, cerca del puente Colima, sobre el Rio Lempa”.




            “Los servicios de inteligencia confirman la audacia de Ernesto Interiano, quien durante la fiesta del Casino Santaneco, disfrazado de gladiador romano estuvo en la mesa frente al presidente de la República, sin que nadie le reconociera o se atreviera a delatarlo”.

            “El miércoles fue capturado su secretario y guardaespaldas Raúl Godoy, de 19 años de edad, mecánico, conocido como “Pezote”. Declaró que él se encargaba de llevarle una minuciosa agenda, la cual al ser revisada por la policía encontró inscripciones como estas:

El señor Ernesto tiene que leer antes de acostarse las cartas de la señorita Noisy, y escribirle al señor Panameño. Al atardecer debo aceitar las armas...

            Raúl Godoy confesó que, entre otras tareas, a él le tocaba recargarle las armas a Interiano en el fragor del combate, por lo que podía alcanzar un gran volumen de fuego, que hacía pensar que un solo tirador era una docena”.

            “El pasado domingo fue visto en el Desfile de Indios, con el traje típico de los volcaneños, acompañado de una simpática india, pasó frente a la residencia de la familia Álvarez y del cuartel de la Policía; también llegó varias veces a su casa. ¿Locura o temeridad?”


            “No hay la menor duda: el joven es esclavo de oscuros atavismos, que lo llevó a abandonar los senderos de una vida tranquila que le deparaba el dinero y el albergue familiar”.




                                               LA PATRIA TIENE SUEÑO

            Mientras tanto, en el despacho presidencial, el General Hernández Martínez recibe a dos de sus allegados, los doctores Arévalo y Vallejo quienes le dan un nuevo informe sobre un supuesto complot contra su vida. Según éstos, los doctores Raúl Gamero y Max Brannon, han obtenido de Ernesto Interiano el compromiso de asesinar al presidente.

            —General Martínez, debe detener esta conspiración, es un atentado contra la patria, contra la voluntad popular que desea su reelección como presidente. La convocatoria para la Constituyente es un buen paso para que continúe en la presidencia... pero debemos poner alto a los conspiradores -aconseja el doctor Arévalo.

            —La conspiración tiene hilos por todas partes... mire a los abogadillos de la oposición: han pedido a la Corte Suprema invalidar el decreto que prohíbe las reuniones públicas... lo que quieren es tomar las calles para desestabilizar a su gobierno... ya vio la manifestación de obreros... allí están los estudiantes con su bochinche, oponiéndose a su reelección... hay que prohibir las marchas de protesta en las calles de San Salvador... -acota Vallejo.

            —O por lo menosss, que la alcaldía lasss limite a los díasss domingo...  -sentencia el general Martínez.

            —¡La patria es usted, presidente! -le dice Arévalo,  pavoneándose.
           
            —Me dissculpan caballeross, me retiro... la patria tiene sueño –y se despide con un guiño burlón.

            En cumplimiento de ordenes presidenciales se movilizan los cuerpos de inteligencia del estado para completar la lista de quienes en los próximos días serán arrestados por conspirar contra el Estado de Derecho. En occidente la policía allana decenas de casas y fincas.

              En ese instante Ernesto con una herida en la pierna, escapa del cerco policial,  y busca refugio en los cafetales del volcán.

            —Descuajá esta hilera de palos de café, cuando pase con el carro, los volvés a sembrar, tirá hojarasca, que no quede ni una sola huella, atrás vienen los cuilios... -ordena Ernesto al capataz.

            En el vehículo ahora lo acompaña Clara Luz Tovar y Miriam, su pequeña hija. Al anochecer, cuando se retiran las patrullas, se dirigen a  La Montañita. La neblina envuelve los gruesos muros de la finca, en la capilla varias mujeres rezan el rosario. En la cocina Ernesto toma una raja de ocote y enciende fuego.
           
            —Amor, hacéme el capulín, necesito una taza de café.
           
            —Claro, Netillo, pero antes te voy a curar la herida.

            Con delicadeza Clara Luz desinfecta alrededor del orificio de bala  en la herida, y coloca una nueva venda. Para aliviarle el dolor de cabeza, le aplica un emplasto de ruda. Cuando le desabotona la camisa, en un bolsillo descubre una amarillenta imagen.     
           
            —¿Quién es esta mujer que tienes en esta fotografía?  -pregunta celosa.

            —¿No la reconocés? Es mamá cuando tenía quince años. Era la época en que aprendía a tocar piano y cantaba ópera como aficionada.   ¿Ves como esta vestida?. Ella me contaba, que de las revistas que llegaban de París, sacaba los modelos de moda para hacerse sus vestidos. Eso la hacía parecer diferente a todas las demás muchachas. Su forma de peinarse y vestir, no era bien visto por la sociedad de Santa Ana.

            —¿Contame el chambre, y por qué se separó de su esposo?

            —Cuentan que él era tan guapo como parrandero. La hizo infeliz.  Era gerente de un banco en Santa Ana; allí le descubrieron dos desfalcos; dos veces mi abuelo Hilario tuvo que reponer el pisto para tapar el faltante y salvar el honor de la familia. Cuando el fulano cometió el tercer desfalco fue cuando se armó el gran lío, mamá intervino para que mi abuelo lo salvara de nuevo. Mi abuelo aceptó con una condición: que él le firmara un papel haciéndose responsable de pagarle más adelante. Con mamá, fue a buscarlo a la gerencia del Banco, cuando abrieron la puerta de la oficina, lo encontraron con los pantalones abajo, sobre el escritorio tenia desnudita a una de las cajeras. Desde ese día mamá lo mando al diablo; él huyó a Guatemala para que no lo metieran preso.

            —¿Y qué paso después, tu mamá se volvió a casar?

            —Ella cada día se volvió más triste. Pasó el tiempo, hasta que conoció a un boticario guatemalteco, el doctor Enrique Prado, quien cayó enloquecidamente enamorado de ella.


Durante un tiempo mantuvieron amores escondidos. Hasta que decidieron huir juntos a Guatemala. En eso mi abuelo Hilario los mandó a capturar. Los detuvieron cuando iban por Chalchuapa, y al enamorado lo expulsaron del país. A mamá la trajo a Santa Ana y la encerró en la casona. A las cinco semanas, ella confesó que estaba embarazada. Era yo que le crecía en el vientre. Soy hijo de un amor clandestino.

            Un relámpago ilumina el rostro barbado de Ernesto.

            —Esta tormenta durará cinco días sin parar -dice Clara Luz, mientras coloca a la niña en la hamaca.

            Ernesto le hace una seña cariñosa,  ella se acuesta a su lado. La abraza, le acaricia el cabello. Ninguno de los dos se percata del frío cuando uno al otro se despojan de la última prenda. A través del vitral multicolor un relámpago ilumina la habitación. Clara Luz puede ver a Ernesto, arrodillado, acercando el rostro hacia sus muslos; los besa una y otra vez. Las flores del café lanzan aromas que envuelven la noche, abrazados giran entre suspiros, bajo las sábanas bucean en las urgencias del deseo. Afuera, vientos huracanados descuajan los árboles, esparcen los granos en los cafetos. Los tanques de agua rechinan en sus cimientos de fierro y las láminas de zinc dan latigazos en el techo de la capilla de la finca.

            Luego de haber dormitado un rato, Clara Luz se despierta ante un sobresalto de Ernesto, quien se ha incorporado violentamente.

            —¿Qué pasa amor? -pregunta ella.

            —Estaba soñando.

            —¿Qué cosa?

            —Que mi abuelo Hilario estaba vivo y me decía: “Si en algún momento estás a punto de ser capturado, ve a La Montañita, escóndete en los tanques de agua”.

            Clara Luz le acaricia la frente y le cierra los ojos con un beso.

            —Dormite...

            —Se me quitó el sueño...

            —Está bien, conversemos... siempre he querido que me contés  la historia de tu abuelo Hilario...

            —Me gusta hablar de él... fue un hombre que se hizo el solo, comenzó vendiendo cal. Muy joven se enamoró de mi abuela Queta, Enriqueta Cordón, pero no le fue fácil casarse con ella.

Un día se presentó a pedirle la mano a Don Eusebio, para que te dés cuenta como le pesaba el apellido, le dijo: joven, usted no tiene ni la cultura ni los bienes de fortuna para casarse con mi hija Queta. ¿Ya sabe nuestros apellidos verdad?... ¡Cordón Herrera de la O Cabeza de Vaca. Mi abuelo dio un portazo. Lo vieron montarse en el ferrocarril, secándose las lágrimas, se fue a New York, estudió inglés, leyó lo que pudo sobre los inventos de la época. Luego se trasladó a París, allí siguió llorando por Queta en un apestoso hotel árabe en la calle de las putas. Contaba que todo lo que comía, fuera el cuscús de cordero o paté, todo le sabía a lágrimas. Allí conoció la nieve y aprendió algo de francés, absorbió cuanto conocimiento pudo y ni un momento dejo de pensar en ella.
            A los años regresó a Santa Ana, hizo un capital, fundó CLESA, la Compañía de Luz Eléctrica de Santa Ana y Sonsonate. Compró tierras, e insistió en pedir la mano de la cipota. Al final se casó con mi abuela. ¡Feliz estaba el abuelo!. Para colmo, construyendo su casa encontró un baúl lleno de monedas de oro, el resto ya lo conocés, tuvieron cuatro hijos, Julia, Emilia, Adela y Adolfo.

            Unos pasos apresurados alertan a la pareja. Ernesto introduce la mano bajo la almohada, saca la pistola, monta el percutor.

            —¿Puedo entrar? -pregunta uno de sus empleados de confianza.

            —Pasá...

            —Ernesto, la policía sigue prohibiendo que nadie entre en la casa de doña Mila... no dejan pasar ni alimentos... le han cortado el agua y la luz, además en Santa Ana se dice que tu mamá esta muy enferma.

            —Me voy... -dice sin esperar más explicaciones. Besa  a Clara Luz, toma en brazos a la niña y le susurra al oído...

            —Miriam… ¡Perdonáme por haberte traído a este y no a otro mundo!

Aborda el vehículo y se aleja a toda velocidad volcán abajo, empapado en los sudores de la fiebre atraviesa la neblina sin percatarse de las cicatrices que en el viento imprime el canto premonitorio de un pájaro nocturno. Se lleva la mano al pecho en busca de la bolsita roja con ruda, ajo, pimienta de castilla, tabaco y chile de Izalco que de niño le regaló Teresa Pushagua. Pero no la encuentra: la ha perdido.

            Son las tres y cuarenta y cinco de la madrugada, las calles de Santa Ana están cubiertas por la niebla y el frío de diciembre.


            El taconeo de las botas quiebran el silencio. Un hombre solitario se estremece, ha tomado conciencia de que lleva dentro un caballo desbocado que le impulsa a vivir como le ordena el corazón. Camina frente a la basílica, toma calle abajo, su silueta se desdibuja entre la bruma y la mortecina luz de un farol, avanza hacia la parte trasera de la casa materna; coloca un pié en el estribo del muro, lo trepa de un solo impulso, se le cae la cacerina, despiertan los policías que lo esperan.

             Un estampido hace volar las palomas de Catedral.



EPÍLOGO


Voy a contarles como se gestó la escritura de esta historia.
Recién había bajado de la montaña, el mismo 16 de enero de 1992, día en que se firmaron los Acuerdos de Paz que pusieron fin a la guerra.
Cierto día, frente a los micrófonos de la radioemisora, comentaba los sucesos del día, se trataba del caso que en ese momento conmocionaba a El Salvador: el involucramiento de un Teniente de la Policía Nacional en el asalto a una agencia bancaria. La prueba que lo involucraba era un video tomado por un camarógrafo de televisión donde aparecían los asaltantes, al estilo del lejano oeste, disparando sus fusiles contra los custodios del Banco de Comercio.
 Varios radioescuchas llamaron por teléfono para pedir la pronta disolución de ese cuerpo policial, tal como lo contemplaba el Acuerdo de Paz de Chapultepec.
Al  final del programa, hice alusión a la sugerencia que me habían hecho varias personas, de escribir sobre la historia de Interiano. Cuando me disponía abandonar la cabina de locución recibí una llamada telefónica:

            —Me enteré de que vas a escribir sobre Ernesto, ¿Quieres conversar con él? -me dijo una voz femenina.

            —¿Con el muerto? -pregunté.

            —¡Con su espíritu! -me contestó con gran seguridad.

            La radioescucha me propuso encontrarnos en la cercana ciudad de Cojutepeque. Carcomido por la curiosidad acepté la  invitación. Por primera vez asistiría a una sesión espiritista. Luego de una hora de viaje llegué a la población, se trataba de una humilde vivienda rodeada de chanchos y gallinas. En la puerta me recibió una señora que supuse era la médium:
—Pase adelante, él lo esta esperando -me dijo con toda naturalidad.
            Al penetrar a la sala, en un rincón observé toda suerte de imágenes religiosas, recipientes repletos de flores y un aroma a incienso flotaba en la modesta habitación. En el centro, una mesa redonda, sobre ella, un vaso de agua y un clavel rojo.
La médium me invitó a sentarme. Luego de una corta invocación, guardó silencio, los parpados cerrados con fuerza. De pronto se desplomó sobre la mesa, permaneció un rato inmóvil, parecía no respirar. Se incorporó de nuevo, el rostro contraído, y comenzó a hablar, serenamente, con una desconocida voz varonil :

—Después de cincuenta años, los muertos no tenemos la misma memoria que cuando estábamos vivos.  Los mendigos me amaban, los ciegos reconocían mi presencia por el taconeo de mis botas federicas de cuero chapín. Fui querido y odiado en aquella Santa Ana de los años treinta. Debo agregar que el gobierno del general Martínez me declaró enemigo público número uno. En fin, me llamo Ernesto Interiano...


             A partir de este suceso, inicié en archivos y bibliotecas del país, la búsqueda de información sobre Interiano. En un primer momento no tuve mayor suerte, pues no hallé rastros del personaje, ni documentos ni diarios de la década de los treinta. En cada lugar, encontré una excusa distinta: “Recién hemos mudado la hemeroteca”. “Esta oscuro por el corte de energía”. “Mejor regrese otro día, pues estamos ordenando el archivo”.

            Decidí viajar a Santa Ana donde amigos y detractores de Ernesto, algunos de avanzada edad, me entregaron valiosa información. Visité la tumba de la familia Interiano ante la cual dos ancianas colocaban flores. La modestia del sepulcro contrastaba con su vecino, el  monumental mausoleo de mármol del ex-presidente Tomas Regalado.

            Una de las ancianas posteriormente me confesó haber sido una novia secreta de Ernesto. De esa manera incluí algunos de sus recuerdos.

            En San Salvador fui al parque Saburo Hirao para entrevistar al entonces director, el ingeniero Ricardo Aguilar; quien emocionado por los ramalazos de la memoria, me confió:

            "Recuerdo la última vez que vi a Ernesto, fue a finales de 1943, dos días antes de que lo mataran. Le dije: Neto, ándate para Guatemala, te acompaño. Vámonos por el cerro de Santa Lucía. En ese momento el gobierno del General Martínez tenía a la policía y al ejército persiguiéndolo en una cacería humana sin precedentes. En esa oportunidad me respondió: Soy santaneco, y no tengo por qué irme de Santa Ana.

            Ernesto insistió en visitar clandestinamente la casa de su madre, doña Mila, pues había escuchado rumores de que estaba gravemente enferma. Le dije, no es cierto, es una trampa, la policía vigila la casa día y noche. Creí haberlo convencido de no realizar esa visita. Luego se fue a casa del doctor Mariano Samayoa a curarse varias heridas de bala, tenía llagados un brazo y un muslo. Esa fue la última vez que vi a quien fue un gran amigo”.

            Ya tenía un cúmulo de datos para escribir esta narración cuando sucedió algo curioso. Fue un caluroso mediodía de San Salvador. Salí del Archivo General de la Nación, decepcionado, pues luego de horas revisando catálogos, no había encontrado rastros de los juicios entablados contra Interiano. Almorcé en un supuesto restaurante “chino” ubicado detrás del Palacio Nacional.

            Inducido por una corazonada, atravesé la Plaza Barrios donde los payasos divertían a los círculos de espectadores. A un costado de la estatua ecuestre de Gerardo Barrios un vendedor de pociones mágicas ofrecía chinchín de serpiente cascabel para curar granos malignos. Luego caminé por los portales alrededor de la Plaza Libertad. El centro capitalino naufragaba en un caos de basura, efluvios úricos y estertores de bocinas.

             Retorne hacia los predios de Catedral, a su costado derecho transité la acera repleta de una hilera de champas donde vendían todo tipo de imágenes religiosas: vírgenes de yeso, oraciones, escapularios, camándulas, imágenes de Santa Teresita, San Simón y Trinidad Huezo. Entonces fijé mi vista en una estampa. Se trataba de un personaje de traje y corbata, con talante de actor de cine mexicano.

            Me dirigí a la señora que atendía la venta y señalé la estampa.

            —Disculpe, ¿Quién es él? -pregunté.

            —Es el hermano Ernesto Interiano... -me dijo con un tono de complicidad.

            —No puede ser... ese es mi personaje... –le dije, mientras un escalofrío me recorría el cuerpo. La señora observó a su alrededor, como si me confiara un delicado secreto:

            —No, no es solo suyo, es de todos. Es el patrón de los pobres y los perseguidos... si desea pedirle un favor, enciéndale una candela y rece con fe esta oración. Y ya verá, estará a salvo de todo acecho de maldad. ¡Viera lo milagroso que es!

            —¿Usted ha recibido algún favor? -le pregunté, elevando la voz para hacerme oír entre el ruido ensordecedor del centro capitalino.

      —Le voy a contar -me susurró-. Por intermedio del hermano Ernesto descubrí dos misterios de mi vida. Un hijo mío había desaparecido en enero de 1981. Abatida, por tener muchos años sin noticias suyas, fui a una sesión espiritista en Mejicanos... invocamos al hermano Ernesto; al chilazo su espíritu se metió en el cuerpo de la señora y me habló con esa su voz tan linda: “Doñita, ya sé a que ha venido. Regrese a su casa. Esta noche tendrá un sueño... ¡Sabrá qué pasó con su hijo!”... Así fue; esa noche soñé que estaba en las alturas del volcán de Guazapa. Habían muchachos con fusiles y banderas rojas que estaban enterrando a alguien. Me acerqué al hoyo donde estaba el difunto y reconocí a mi hijo. Así fue que me enteré de que años atrás había muerto en combate, yo no sabía que se había hecho guerrillero.


      Y eso no fue todo... en el año noventa y dos, recién terminaba la guerra,  me pasó otro volado. La antigua Policía Nacional capturó a mi hijo menor. Lo habían acusado de un delito que no había cometido. A los tres días lo soltaron y vino a verme. “Mamá -me dijo-, los policías me soltaron con la condición de que trabaje para ellos como oreja, me ofrecen los tres tiempos de comida”.

      No hagás esa tontería hijo, le dije. Pero no me hizo caso. Por hambre se puso a orejear para la Policía. Pasaron varias semanas, una tarde vino una vecina, se me acercó ofuscada: vete volando para La Rábida… ¡Le dispararon a tu hijo!

      Cuando llegue, lo hallé en un charco de sangre. Me lo habían baleado a sangre fría. El mundo se me vino abajo.
 Afligida, regresé donde la médium para invocar al hermano Ernesto. Le pusimos su vaso de agua, su clavel rojo y encendimos la candela. Cuando se hizo presente su espíritu,  escuché su voz: ¿Quiere saber quién fue el asesino de su cipote? Regrese a casa, busque el pantalón que tenía cuando lo mataron; en el bolsillo izquierdo encontrará un papel, allí están anotados los nombres de los asesinos...

             —¿Y lo encontró? -pregunté.

            —Cabal. Yo había guardado el pantalón ensangrentado, registré los bolsillos y hallé un papel.
Mientras relataba su historia miraba con desconfianza, primero hacia la plaza, luego, hacia el Teatro Nacional. Extrajo un papel arrugado y me lo entregó. Allí estaban escritos los nombres y teléfonos de un sargento de la Policía Nacional, en esos días, institución a punto de ser disuelta en cumplimiento de los Acuerdos de Paz. La señora también me mostró un recorte donde aparecía la noticia del asesinato de su hijo.

            Regresé a la emisora, marqué el número telefónico que estaba en el papel. Luego de varios repiques, contestó una voz cortante:

            —¡Policía Nacional, a la orden!

            Era la voz del asesino. Impactado, mi reacción fue colgar el teléfono. Durante la noche, sin hallar respuesta, me pregunte qué podría hacer ante el crimen  impune. Ningún tribunal aceptaría tal evidencia. En una segunda visita a la señora, al confiarle mi incertidumbre me respondió:

            –La justicia para los pobres, solo del cielo baja... ¿Ve lo que pasó con el asalto al Banco de Comercio?  Varios vigilantes muertos, mas de un millón de colones robados... ¿Y dónde están los culpables? ¿Y ese señor que se robó millones de las medicinas del Seguro Social... acaso está preso? ¿Y el juez que dejo libres a los narcos que los capturaron con un tanate de coca? 


            En el Mercado Central, así como en las ventas frente a la iglesia del Sagrado Corazón, encontré las mismas estampas, oraciones y escapularios dedicados a Ernesto Interiano, donde aparece  solo, o en montaje  fotográfico junto a los llamados Hermanos Julio Cañas y José María Miranda.

            También me enteré de que en centros espiritistas de Centroamérica lo veneran, y en algunos lugares de México, en cada aniversario de su muerte, el 16 de diciembre, le cantan “Las mañanitas”.

            Doña Tula Vilanova, aceptó ser entrevistada en su casa. Amablemente me mostró sus orquídeas y me habló con devoción sobre la sensibilidad de su primo Ernesto. Estas cosas que le estoy contando, son mis últimos recuerdos -me dijo. Catorce días después murió en paz.

            En contraste, Ricardo Lindo me confió la versión que había escuchado sobre Interiano: “Mamá lo recuerda como  un demonio, que a tiros bajaba  indios de los árboles”.
Un día conversando con Alejandro Coto, le comenté que estaba escribiendo sobre Interiano. No estuvo de acuerdo que lo hiciera, e indignado comentó:
–¿Por qué vas a escribir sobre personajes como él?  ¡Por eso el país está como está!

            En bibliotecas y archivos continué obsesivamente la búsqueda de dos libros: La muerte trágica de Ernesto Interiano, de Rafael Góchez Castro; Santa Ana, 1944; y El Caso Interiano en la Jurisprudencia Salvadoreña, de Max Patricio Brannon. Luego de una complicada cadena de intentos fracasados, al fin, junto a la biblioteca que perteneció al padre Ignacio Ellacuría, encontré esas publicaciones que me dieron claves importantes.

            Cierto día recibí una llamada de alguien que se identificó como MIRIAM Interiano.

— Melitón Barba me ha dicho que escribes sobre mi padre... si en algo te puedo ayudar...

            MIRIAM generosamente me permitió reproducir las fotos de su padre y me dio valiosas pistas que condujeron a nuevos descubrimientos. Luego me enteré de que ella en su juventud, poseedora de una exótica belleza, había sido musa inspiradora de poetas de su época, con los que compartió múltiples anécdotas, que llevaron a Manuel Sorto, a escribir la novela Operación Amor.

Con MIRIAM fui a la Alcaldía de Santa Ana donde obtuvimos el acta de defunción de Interiano, que escuetamente asienta: "fallecimiento por heridas profundas de arma de fuego, hoy a las cuatro horas". El acta de bautizo, fue imposible localizarla en los registros parroquiales.

           


            Durante la última fase de la investigación recabé testimonios sobre supuestos hechos atribuidos al personaje, tales como el haber devuelto la fertilidad a mujeres infecundas que habían sido desahuciadas por la ciencia. Familiares de desaparecidos me aseguraron haber hallado la verdad a través del espíritu de Interiano. Un enfermo de cáncer jura haber sanado.

            Susana Castrillo me relató que pidió ayuda para pasar como “mojada” hacia los Estados Unidos:
 “El espíritu del hermano Interiano me aconsejó que vendiera todo, hasta la tele, que llevara pisto porque en Tijuana me quedaría encerrada en una granja, sin agua ni comida... que si quería, podía irme del país, pero solo a sufrir iba a California... cabal, todo paso como me dijo. Cuando la patrulla de la migra nos sorprendió al cruzar el río... le pedí al hermano Ernesto  que me socorriera, entonces creo que me  hizo invisible, pues les pase por un lado a los  gringos y no me vieron. Seguí mi camino... eso si, al norte sólo fui a sufrir.” 

            Irene Umanzor, planchadora de ropa ajena, a sus sesenta años, al enterarse de mi pesquisa,  me confió :
“Le voy a contar una pasada. Eso fue una noche del año ochenta; yo dormía cuando de repente sentí un gran dolor. Vivía en Mejicanos, de ahí la Cruz Roja me llevó al Hospital Rosales. Cuando me sacaron una radiografía me dijeron que tenia los intestinos retorcidos. Estaba muy grave, en alitas de cucaracha.


En eso, una amiga le pidió al hermano Interiano que me salvara. Entonces él se manifestó en el cuerpo del médico que me estaba operando. Medio metro de tripas me quitó... pero salí viva...” 

            Rosa Alvarenga, luego de que en la ciudad de Los Ángeles los médicos desahuciaran a su esposo, afectado por una locura incurable, cuenta que le rogó al hermano Ernesto y la demencia desapareció sin dejar rastro.

            Otra interesante historia me la contó Marco Antonio, hijo de Interiano, un profesional, quien a raíz de un accidente, permanecía en silla de ruedas. Aun así manejaba un vehículo especialmente adaptado a su condición física.

             —Mire, yo no soy muy dado a contar estas cosas, pero lo cierto es que viajando hacia Esquipulas, en una carretera guatemalteca me detuvo un punto de asalto; varios hombres armados con metralletas comenzaron a disparar hacia mi vehículo. Indefenso, en mi silla de ruedas, pensé en mi padre. No me lo va a creer, pero apareció mi padre para salvarme la vida. En medio de la balacera, pistola en mano, dió varios giros en el suelo, y con su legendaria   puntería, colocó un disparo en la frente de cada uno de los maleantes...


Han pasado varias décadas desde su muerte, la leyenda no cesa de crecer en la memoria oral de los entrevistados. Cada lector hará su propia interpretación del personaje y su entorno, cada quien dará su personal aporte en la reconstrucción de la frágil memoria colectiva, un rompecabezas que por momentos naufraga entre recuerdo y olvido.

            Cuando muere un diario de la época pronosticó que Ernesto Interiano “desaparecería del recuerdo, enterrado eternamente”.

Por ese designio imponderable de los tiempos, no fue totalmente así, él penetró en un ámbito nebuloso donde se le rememora, y a menudo se le invoca junto a un vaso de agua, claveles rojos y ruda, para pedirle un favor como abogado clandestino de los marginados.

15-884 palabras a 28 dic 2014